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Isabela


Solo fue un guijarro arrojado al agua. Un rastro. Una mirada que dejó su impronta en la superficie, arrugando su tersura.

Y vacilante, el tiempo se hizo ajeno; como la sombra de un extraño.

El agua, el sentido extraviado que erige el destino, se hizo lánguida en el breve refulgir de un minúsculo suspiro. De pie, junto al estanque, seguiste ojeando aquel libro. Como si por una vez pudieras, en tu tedioso delirio, contemplar el rostro efímero de lo que nunca advertimos. Y gravitó en ti la locura, la necedad del olvido, y en ese aliento asomado, en el hastiado camino, te engulló, con dulce savia la opacidad de aquel libro. Y en su hoguera, en sus cenizas, ajena al vulgar bullicio, la calma tersa del agua recuperó su sentido.

Oh, Isabela.

Mis poemas te inventaron, a pesar de que tus ojos me seguían.

Entre mis hojas gastadas, sobre los márgenes, caminando en la prosa de mis líneas. Me leías como nadie lo hizo. Mientras los días me envenenaban de un final escrito.

Oh, Isabela.

En el abrumador silencio de mis páginas dejaste tu aroma, tus miedos, las traiciones que sesgaron tus alas y te volvieron silenciosa. Mustia, como una flor envejecida. Mis poemas refulgieron en tus ansias, devolvieron la savia a tus ramas, te exhibieron de nuevo al mundo. Y una singular sonrisa brotó en tu rostro, rebosante de luz. Una sonrisa olvidada, imprecisa, como una luciérnaga en la oscuridad de tu vida. Él te miró entonces, con aquellos ojos impermeables, con su apaciguado rostro de sonámbulo hiriente. Él te llevaría lejos, te arreciaría como el viento lo hace, a veces, para borrar las notas de pequeñas melodías. Él te cosería las alas, llegaría a hacerlo burlando la locuaz desidia que entonces te habitaba.

Oh, Isabela.

Emergió del agua tu aliento, el palpitante musgo de tu estela. Y anegada de esos brillos te enfundaste en sedas negras, con tacones infinitos, con el cabello ondulado irremediablemente bella. Enamoraste a las musas, y él te llevó de veras. Hoy se yerguen sobre mí, en el desván de este anticuario, las brumas de la nostalgia. En el desgarrador peso que sobre mis tapas yace: el olvido. Enterrado en polvo aun estoy vivo, me extraviaste, quedé al borde del estanque. Dormido.

Andrés Ruiz Segarra


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